Momento en que Gloria Stuart sube a cambiarse y observa, en el espejo roto y abollado, el siniestro y deforme reflejo de sí misma. |
Fue rodada un año después de Frankenstein (1931), tras su enorme notoriedad y fama. James Whale gozaba ahora de confianza y credibilidad, así como de una mayor permisividad y libertad en subsiguientes proyectos. A la hora de realizar The old dark house, esas condiciones se tradujeron en control y autonomía, que derivó asimismo en un interesantísimo despliegue de sus pretensiones autorales, las cuales encontrarían su madurez en la excepcional The bride of Frankenstein (1935).
The old dark house no tuvo éxito en EEUU, pero sí en la Inglaterra natal de Whale. Olvidada y considerada perdida durante muchos años, fue rescatada por un tal Curtis Harrington en 1968 en las cámaras de Universal Studios. Inició labores de restauración con Eastman y ahora la podemos descargar tranquilamente como si siempre hubiese estado disponible.
Con un elenco envidiable -Boris Karloff, Charles Laughton, Melvyn Douglas, la ya mencionada Gloria Stuart (considerada una de las primeras scream queens) y el siempre inquietante y espléndido Ernest Thesiger- el film, producido por un incombustible Carl Laemmle Jr. para Universal, aglutina diversos arquetipos y motivos del género de terror importados de la literatura gótica, tanto a nivel icónico como narrativo. En la película una tormenta de órdago lleva a unos viajeros a refugiarse en una oscura y tétrica mansión en la que vive una familia disfuncional compuesta por freaks y un mayordomo psicópata. La oscura y vieja casa resulta ser un espacio fantasmagórico y evanescente. Nunca se nos muestra en su totalidad y los pocos espacios de los que creemos conocer sus coordenadas son subvertidos en más de una ocasión. A ello contribuye sin duda el montaje y la planificación que desubica y desorienta al espectador continuamente, pero es sobre todo su composición lumínica, donde predominan las sombras y la oscuridad, lo que no nos permite ver el espacio entero y diáfano.
El resultado es el de un lugar abstracto y huidizo, que se nos escapa entre los planos, entre las elipsis y las transiciones, sin referencias sólidas. Un espacio casi imaginario donde los fantasmas y las pesadillas del hombre se proyectan y de donde surgen personajes furibundos y extraños, como ese hermano loco al que tienen encerrado en una habitación del segundo piso o ese anciano decrépito -interpretado por una mujer- que vive postrado en una cama del piso más elevado de la mansión. Los hermanos propietarios de la casa aparecen y desaparecen por claroscuros según les viene, espontáneamente, sin una justificación argumental determinada, como si nos encontrásemos entre los bastidores de un teatro. Atraviesan una puerta y no les volvemos a ver hasta después de un rato; vienen sin información sobre dónde han estado ni por qué exactamente se han ido. La mansión, en definitiva, es un espacio donde el tiempo se relativiza, con pequeñas y oscuras guaridas y recovecos por los que perderse. Un dédalo para el sueño que es el terreno perfecto para el horror y la fantasía, pero también para la comedia. Y es que James Whale hace una demostración de su ingenio, de un humor muy jugoso -negro y siniestro- al que aplica una densa pátina de sardonia.
Al final de la película, los visitantes, que habían venido a resguardarse de una tormenta, abandonan el caserón de las sombras como si hubiesen asistido a una sesión de espiritismo juvenil o como si hubiesen montado en una atracción de feria semejante al túnel del horror. Una obra maestra, apabullantemente moderna y cuyo discurso es de una vigencia prodigiosa: la realidad es cada vez más escurridiza e inaprensible.