lunes, 28 de junio de 2010

El 'drive-in' y su publicidad

Para honrar el título del blog, y a modo de justificación del mismo, me parece apropiado que la primera entrada esté dedicada a aquello que lo inspiró. El drive-in es el término anglosajón para lo que nosotros llamamos autocine. Su historia se remonta al período de entreguerras, cuando en 1933, el año en que Hitler tomaba el poder en Alemania, Richard Hollingshead Jr. registraba la patente del drive-in y abría el primero en Nueva Jersey ese mismo año. Disponía de un sistema todavía muy rudimentario, pero ya consolidado. Los espectadores veían el film proyectado en una pantalla, cuyo modelo era la valla publicitaria, desde los asientos de su coche al aire libre, y no desde una butaca en una sala cerrada. El mayor problema residía en la baja calidad de sonido, que no llegaba con suficiente intensidad desde los altavoces que trataban de abarcar el aparcamiento completo. El problema se solucionó aplicando un sistema de sonido individualizado para cada coche y fue entonces cuando el drive-in vivió su mejor época allá hacia los años 40 y 50. 

Aunando el gusto que el ciudadano medio americano tenía por los coches y el cine, el drive-in proporcionaba una forma de entretenimiento barata y familiar muy apropiada para los años del baby-boom. Claro que no todos los espectadores le daban el mismo uso. Para algunos padres era la forma perfecta de salir en familia con sus hijos: hacían algo todos juntos y cenaban fuera de casa, concediendo esa pequeña parcela de extraordinariedad en una vida aquejada habitualmente de una densa rutina; para algunos jóvenes suponía un lugar ideal para tener una cita: un entretenimiento ligero, una cena barata y, lo más importante, estar a solas en un espacio íntimo –tu propio coche- con el chico o la chica que te gustaba; para otros jóvenes era, directamente, un lugar al que ir a follar: el autocine era la coartada para convertir el coche en un picadero. 

Resulta divertido pensar en la topografía de un drive-in, en que la ubicación respecto de la pantalla era directamente proporcional al interés que se tenía en la película. Como si de un aula escolar se tratara, los más interesados aparcaban su coche en primera fila; hacia la mitad del párking se encontraban los que venían a ver una película con intención de magrearse tímidamente en alguna ocasión. Detrás del todo, casi sin visión, estaban aquellos a los que les importaba una mierda de qué cojones iba la peli siempre y cuando tuviesen oportunidad de echar un casquete. En los años 70 comenzaron los problemas para el drive-in. El advenimiento de la televisión por cable y la introducción del magnetoscopio en los hogares provocaron que la asistencia a los mismos disminuyese ostensiblemente. 

La época de los autocines ya pasó. Muchos fueron abandonados y otros sobrevivieron algunos años más a duras penas. A día de hoy, son muy pocos los que han resistido el envite. No obstante, ha sedimentado como un símbolo de la cultura popular y siempre será recordado por ser la cuna de tantos y tantos filmes de serie B y Z, del terror y la ciencia-ficción de bajo presupuesto; programaciones de sesiones dobles o triples que han inspirado algún que otro impulso fetichista y melancólico en que se reivindica, entre otras cosas, la necesidad de compartir las películas con un grupo de amigos y de no sucumbir de forma tan aquiescente a la feroz individualización actual en el consumo de películas. 

Los monstruos siguen buscando a los espectadores a los que asustar, pero suelen encontrarse que el terreno en el que una vez fueron temidos y jaleados ahora está abandonado e inhóspito. Las criaturas vagan por esos lares buscándose a sí mismas, tratando de volver a la pantalla que las erigió en reinas de la nocturnidad; emitiendo algún que otro graznido con la esperanza de que alguien lo escuche y le provoque, aunque sea, un breve escalofrío.

De los drive-in también han perdurado otras cosas. De la especificidad de este consumo cinematográfico nació también una específica manera de hacer publicidad. Y es que de donde realmente obtenían su dinero los autocines era de la venta de comida y refrescos: palomitas, hamburguesas, coca-colas... etc. Las intermissions se ubicaban entre sesiones y al principio de la misma. Muchos las recordaréis gracias a aquella escena en que Danny Zuko bebe los vientos por Sandy y que termina muy apropiadamente con una salchicha introduciéndose en un pan de perrito caliente. Debajo os dejo algunas que me gustan especialmente:


1. Bienvenidas, promociones, regalos, correcto uso del drive-in y sugerencias de comportamiento cívico, al volante, y religioso (no os lo perdáis en el minuto 03:40 del segundo vídeo). Así como un aviso eufemístico muy divertido del gerente a los especialmente cariñosos, los de la parte de atrás del aparcamiento (02:30 del segundo vídeo)









2. Caretas que daban paso a los tráilers.







3. De excelente animación y grafismo. Aquí se puede ver, a partir del minuto 01:00, los utilizados en esa famosa escena de Grease.




4. Y esta otra magnífica compilación. Especialmente interesante la promoción en el minuto 01:00 donde se emula el viaje sideral de 2001: una odisea del espacio con palomitas y refrescos pasando a toda velocidad. También el montaje cerca del final en que se asocia la comida y bebida con paisajes en que vemos remansos de paz y tranquilidad que son, a su vez, un indicativo del tiempo que queda para el inicio de la proyección, con el Sol crepuscular escondiéndose poco a poco. Finalmente, una cuenta atrás en la que cuesta no imaginarse a todo el autocine acompañándola a voz en grito. Yo, al menos, lo haría.





5. Nuevos métodos de supervivencia: contra la TV por cable y una sonorización más evolucionada.








6. Por último, un par de despedidas.






Podéis encontrar muchas más aquí.